miércoles, 16 de enero de 2013

La vida, siempre


A todos vosotros, porque 
estuvimos juntos allí.

A pocos kilómetros de distancia de Argelès-sur-Mer, la Maternidad Suiza de Elna está situada a las afueras de la ciudad, en el camino de Montescot. Se accede por una vereda de tierra desde uno de los desvíos de la carretera. El paraje en el que está enclavado el edificio de la maternidad, un palacete antiguo, es un lugar tranquilo donde reina el sosiego y se respira una acogedora sensación de paz y de bienestar.


Rodeada de tierras de labranza, sin apenas casas alrededor, para acceder al recinto hay que pasar una alta verja de hierro. En el jardín que rodea el edificio estaba el huerto donde antaño se cultivaban las verduras y hortalizas para el consumo de quienes allí vivían y trabajaban. Los árboles, la hierba agostada de los campos, el Canigó como majestuoso telón de fondo, todo contribuye a que sea palpable esa impresión de calma y de sosiego que dan siempre los lugares donde el bien ha prevalecido sobre el mal.


En este lugar nacieron casi seiscientos niños y niñas entre diciembre de 1939 y enero de 1944. Por eso en el ambiente aletea la vida con su fuerza imparable y una indefinible alegría llena de luz las estancias. Las mujeres republicanas españolas recluidas en los campos de Argelès, Saint-Cyprien y Rivesaltes, la recuerdan como un ángel que en medio de la negrura de sus vidas se les apareció para evitar la injuria de alumbrar en las insalubres condiciones de viento y de arena en los campos.


Elizabeth Eidenbenz no hizo todo esto sola, aunque fue el alma de todo cuanto allí se hizo. Solía decir que la solidaridad se demuestra en los momentos difíciles y en verdad que aquellos lo fueron, no solo para las españolas internas en los campos, también para las familias judías acosadas por las leyes antisemitas del gobierno de Vichy. Suiza fue solidaria y ayudó económicamente a través del SCI, Asociación de ayuda a los niños en guerra, y esa ayuda ya había comenzado durante la guerra civil española y siguió luego durante los años ya mencionados.


Cuando las mujeres estaban a punto de dar a luz, después de haber vivido un embarazo en las peores condiciones imaginables, pasaban a vivir en unas barracas que la maternidad había habilitado en los campos para mejorar en la medida de lo posible la preparación para el parto. Allí eran bien alimentadas, dormían sobre rústicos colchones y contaban los días que faltaban para que la ambulancia Rocinante, el nombre se lo puso Eidenbenz, que era maestra y seguramente lo hizo como homenaje a España y a Cervantes, viniera a buscarlas para llevarlas a Elna e ingresar en la maternidad, donde permanecían después semanas o meses hasta que los recién nacidos estaban en buenas condiciones para volver al campo.


La norma era que todas las mujeres eran iguales y que no importaba ni la religión, ni las ideas políticas, ni el color de la piel, ni la nacionalidad o la lengua en que hablaban. Allí lo importante era alumbrar en condiciones dignas. Se acogía a las mujeres, que tanto habían sufrido, con ternura y comprensión y se las ayudaba en la importante tarea que tenían por delante: perpetuar la vida, siempre la vida.


Todo el mundo ayudaba en lo que podía, nadie estaba allí ocioso. Era una tarea colectiva sacar aquellas vidas adelante y mantener la maternidad a pleno rendimiento.


Cuidar de los niños, ayudar en el mantenimiento de la casa, corresponder a la solidaridad recibida con más solidaridad.


El hermoso edificio que albergaba la maternidad fue restaurado, y casi reconstruido, con ayuda suiza. No había lujos, sino funcionalidad. Las estancias, hoy convertidas ya en museo, albergan algunos de los objetos que antaño se utilizaron.


Con los años y el abandono, el edificio se deterioró. Una de sus alas se derrumbó y se sustituyó por una pared de cristal rematada en una hermosísima cúpula encristalada de estilo modernista y desde la cual es muy hermosa la vista.


La pared acristalada nos permite ver el jardín, donde en otro tiempo estaban los huertos y los árboles frutales.


Hemos escuchado atentos las explicaciones que con amabilidad y sabiduría se nos han dado. Hemos recorrido las estancias porque hemos venido para ver, para saber qué ocurrió aquí, para ser conscientes de que por duras que sean las circunstancias se puede ser solidario, se puede siempre ayudar a los demás, desinteresadamente, para que triunfe la luz sobre la oscuridad, para que el ruido de los fusiles no ahogue el llanto de los niños.


En el momento de partir la nostalgia se mezcla con la admiración hacia las personas que hicieron de la defensa de la dignidad y de la vida una razón para estar en el mundo. 


Nota. Las fotos que ilustran esta entrada son de Ana Dobaño. 

2 comentarios:

Francesc Cornadó dijo...

Ética y solidaridad en vez de santidad y beneficiencia, así lo entendió Elizabeth Eidenbenz. Un día deberíamos elaborar un "santoral" laico, donde la integridad, la racionalidad, la igualdad y el espíritu de servicio ciudadano se usaran de medida para confeccionar la lista de estos "santos" laicos.
Salud
Francesc Cornadó

Javier Quiñones Pozuelo dijo...

Vida siempre, Francesc, desde la ética y desde la solidaridad, desde la decencia y la lealtad.
Un abrazo, Javier.