miércoles, 23 de septiembre de 2009

Así, ¿es el final?



Para G. y J. donde quiera que estén.Me pidió, con insistencia incluso, durante los largos y penosos meses que duró la fase terminal de su enfermedad, que no le ocultara el momento en que se acercase el final. Había reflexionado reiteradas veces, incluso en un esfuerzo que sabía inútil de antemano había tratado de imaginárselo, acerca de cómo sería el instante en que se produjera el tránsito, en que cerrara los ojos para no volverlos a abrir y perdiera la conciencia para diluirse en la nada del no ser. Así que, después de que el médico hubo abandonado la habitación del hospital en la que estaba ingresado, balbuceó con inmisericorde esfuerzo y una desangelada torpeza en sus palabras la pregunta decisiva que siempre había temido formular: “Así, ¿es el final?”

Aunque no me fue fácil, no demoré ni un segundo mi respuesta: “Sí, es el final.” Cerró los ojos, guardó silencio y una lágrima tímida rodó por su rostro estragado por los efectos de la cruel enfermedad. Tomé su mano entre las mías, en un gesto de ternura que trataba de reconfortarle en su desamparo. Había venido a vivir a casa desde que se le declaró la enfermedad. Prefirió ocultarle a su madre anciana la realidad de su situación. Lo había cuidado con afecto y esmero, el que da la verdadera amistad. Habíamos compartido, en los sosegados atardeceres del otoño, lecturas y charla, que inevitablemente giraba siempre en torno al mismo tema: cómo prepararse para la agonía del tránsito. Leímos y releímos juntos a Erasmo, a Unamuno, a San Juan de la Cruz. Ahora me había tocado escuchar, del labios del oncólogo, la frase descorazonadora: “en pocas horas entrará en la agonía, despídase y trate de consolarlo en la medida en que le sea posible hacerlo.”

Se fue en silencio, sin aspavientos, conservando entera, inquebrantable, su dignidad. Retuve su mano entre las mías y sentí, un leve instante, la crispación de sus dedos perdidos en la tiniebla, como intentado apresar las sombras que lo cercaban. Cesó todo. Ordené incinerar sus restos en la incerteza de si su alma habría emigrado a tiempo a la región luminosa del mundo de las ideas. Días después conduje mi coche hasta el lugar en cuyo paisaje me había pedido que esparciera sus cenizas. La luz adormecida de la tarde de otoño vio cómo caía en silencio sobre los surcos en barbecho la lluvia gris y leve de su memoria hasta quedar anegada en la geografía estéril del olvido.

4 comentarios:

Javier Sánchez Menéndez dijo...

Muy sentido Javier. Lo de las manos me ha llenado.

Un fuerte abrazo.

Javier Quiñones Pozuelo dijo...

Gracias, como siempre, por tu comentario, Javier.
Un abrazo.

Gemma dijo...

Buen relato, Javier. Te detienes en el momento fundamental de la despedida del enfermo, cuando no resulta extraño que el miedo asome fiero, y sin embargo a mí me parece que este amigo logra, con su buena compañía, colmarlo de todo el consuelo necesario.
Un abrazo

Javier Quiñones dijo...

Gracias, Gemma, por tu comentario. Siempre, a pesar de todo, me ha parecido que no hay ni puede haber consuelo ante el hecho de la muerte. Me parece que es el momento en que se consuma la soledad profunda de las personas. Me he preguntado muchas veces cómo será ese instante leve, fulminante, en que se pasa del estado de conciencia a la pérdida de la misma y se ingresa en el no ser. ¿Puede haber consuelo entonces? Con todo, otra cosa es la amistad y creo que en el cuento ese sentimiento queda claro. Ahora, consuelo...
Un abrazo, Javier.